domingo, 21 de febrero de 2016

Creed (Ryan Coogler, 2015)

La reputada autodestrucción 


Llegó la hora de la nostalgia. Y del reboot, el spin-off, o como quieran que se le diga al asunto este de desenterrar viejos cadáveres e inyectarles un tónico capaz de hacerlos caminar un par de pasos más. Presentar algo añejo como si fuera novedoso debe de ser una de las más sorprendentes habilidades de Hollywood, y en este sentido parecería estar saliéndole más que bien, vistos los resultados que obtienen con películas de este porte. 
Seis entregas de Rocky a lo largo de treinta años fueron suficientes para que Sylvester Stallone no pueda seguir subiéndose al cuadrilátero, y es por esto que hoy, a los cuarenta años de aquella ganadora del oscar a mejor película (el director Avildsen le ganó a Ingmar Bergman y a Sidney Lumet, y aquella película nada menos que a Taxi Driver), Stallone pasa a ser entrenador y se propone un recambio generacional, con un nuevo nombre y un nuevo luchador que continúa el legado de aquel boxeador amable y de bajo perfil que tan bien representaba espíritus de superación, sueños americanos y delirios de grandeza varios. 
Esta vez, si bien se presenta un protagonista que pasa un par de años en reformatorios cuando niño, en seguida es adoptado por la viuda de su padre fallecido. Claro que esta nueva "madre" vive en una gran opulencia, y se ocupará de que al niño no le falte nada durante su formación. La película enfatiza que el protagonista creció en un entorno más que desahogado, dando cuentas además de su destaque profesional en el trabajo de oficina y el hecho de que, en un comienzo, tenga un futuro digno y prometedor. Todo este paquete parece presentado como para quitarle al deporte el estigma de "disciplina para jóvenes marginales y sin nada que perder", porque oigan, hacerse reventar el cráneo a piñas es un camino premeditado, y una más de entre tantas formas dignas de perserverar. 
Es así que tenemos al héroe dispuesto a triunfar por convencimiento y de hacerse una carrera en el mundo del boxeo. Uno de los principales problemas de la película está en la estructura dramática, ya que dentro de una misma historia se presentan un par de fugaces subtramas: primero una romántica y finalmente una dramática. La primera tiene que ver con el encuentro amoroso con una vecina cantante, la segunda con una grave enfermedad contraída por uno de los personajes. Lo defectuoso de ambas es que se resuelven como si fueran trámites, como si tanto el guionista, el montajista y el director fuesen ellos mismos boxeadores y quisieran pasar rápidamente al ring y a los bifes. El problema es que, si se van a presentar subtramas dentro de una historia, lo que corresponde es desarrollarlas con cierto grado de credibilidad y evitando las resoluciones simplistas o los lugares comunes. Pero aquí no hay un proceso de enamoramiento creíble (luego de ver Carol, la ausencia de sutileza en este sentido se vuelve absolutamente abrumadora), y no hay un tratamiento psicológico que permita comprender un cambio radical de idea por parte de uno de los personajes, en cuanto a su negativa a priori respecto al uso de terapias agresivas. 
De la misma manera, la madre adoptiva del protagonista presenta buenas razones para detestar al boxeo como disciplina y manifestar su desacuerdo porque él continúe su legado familiar, pero sobre el final, su inexplicable cambio de idea resulta una de las más deshonestos y manipuladores juegos retóricos de los creadores en favor del deporte. 
Nótese que este cronista escribe desde el desamor hacia una saga que por lo general no le interesa, y hacia una nueva entrega que se le antoja como el refrito menos interesante que podía concebirse en los tiempos que corren. Pero no le sucede esto en general con el género: existen películas de boxeo recientes que están provistas de elementos del mejor cine, como Crying Fist (2005), la grandiosa El luchador (2010), con Christian Bale y Mark Wahlberg o Koza (2015). Todas ellas poseen un gran desarrollo de personajes, logran la empatía y el compromiso emocional con los combatientes, pero por sobre todo, son concebidas con visiones críticas que no tragan (ni venden) la idea de que la autodestrucción voluntaria dentro de un cuadrilátero sea una gran proeza.

Publicado en Brecha el 12/2/2016

viernes, 19 de febrero de 2016

Deadpool, (Tim Miller, 2016)

De novedad, nada 


Uno tiende a confundirse porque superhéroes hay muchos y de diferentes camadas, pero a veces viene bien una recapitulación: por un lado están Batman y Superman (y ahora también La mujer maravilla) de DC Comics y distribuidos por Warner Bros. Por otro, está el universo Marvel del tronco de Los vengadores (Iron Man, Capitán América, Thor, Ant-Man) y distribuidos por Disney (aquí también entran los Guardianes de la galaxia, pero como viven en el espacio sideral, no se cruzan con estos últimos). Por otro lado está el universo de los X-Men y Wolverine, al que ahora también se integra esta Deadpool y, si bien también son superhéroes de Marvel, en este caso la distribución la hace 20th Century Fox y, por supuesto, no conviven con los otros Marvel. Finalmente, están los de Marv Films (Kickass, Kingsman) que originalmente también pertenecían a la Marvel (bajo la editorial Icon Comics), y ahora son distribuidos por Lionsgate y los Universal Studios. Todo este enredo de editoriales, estudios y distribuidoras puede parecer un encasillamiento estéril y en parte lo es (en definitiva en Hollywood las diferencias no suelen ser importantes), pero permite comprender la coexistencia de personajes en cada franquicia y hasta diferenciar ciertas características de estilo. 
Esta película se presentaba como algo diferente por haber sido una película de superhéroes calificada como "R", lo que significa que en Estados Unidos los menores solo pueden asistir a las salas acompañados de un mayor y que hay niveles elevados de violencia gráfica y sexualidad. En primer lugar esto no es nada nuevo, porque ya Kickass y Watchmen se habían ganado la calificación. En cuanto al contenido, si bien es cierto que hay bastante violencia, la diferencia fundamental de esta película con el resto de las superproducciones se encuentra en el lenguaje, una imparable catarata de chistes escatológicos de corte grueso. 
¿Qué tiene de novedoso Deadpool? Prácticamente nada. Como viene siendo la tendencia últimamente, ahora el superhéroe es más antihéroe que otra cosa, un delincuente con todas las letras, que se codea con otros de su misma estirpe en antros de mala muerte; en este sentido, esta película agudiza un poco más los perfiles iniciales de los protagónicos de Iron-Man, Los guardianes... y Ant-Man. Ahora la propuesta esta totalmente sobregirada, el protagonista es de esos personajes irritables que no paran nunca de hablar y de hacer comentarios irónicos y, en fiel sintonía, todo es muy loco y posmoderno: las tomas clipperas y giratorias en cámara lenta, la narración en forma fragmentada que salta en el tiempo, la ruptura de la "cuarta pared", por la que el protagonista habla directamente a la audiencia, las autoreferencias, los guiños y el diálogo con otras películas, los chistes sexuales que se acumulan y se montan unos sobre otros, e ídem las citas pop: todo el tiempo se echa mano al denominador cultural común de los amantes de superhéroes de entre treinta y cinco y cincuenta años. 
Todos estos elementos se vienen viendo hasta el hartazgo en el cine mainstream reciente, y de hecho la propuesta sería bastante insufrible sino aparecieran, de vez en cuando, ciertos brotes de genialidad. Uno de cada cinco de los chistes proferidos puede causar verdadera gracia, hay algunos gags que realmente son muy ocurrentes –sobre todo los que tienen que ver con el atributo regenerativo del personaje–, una secuencia inicial de créditos en la que no se dice nombre alguno es lo máximo y, además, el carácter profundamente trágico del personaje lo redime en parte, ya que el hecho de que siempre le ponga buena cara a un continuum ininterrumpido de desgracias le aporta cierta aciaga dignidad. En definitiva, como divertimento puede funcionar, pero lo dicho: de novedad, nada.

Publicado en Brecha el 19/2/2016

viernes, 5 de febrero de 2016

En primera plana (Spotlight, Thomas McCarthy, 2015)

Un pasado muy presente 



En momentos en que la prensa se encuentra en peligro de extinción, y que el periodismo cuenta cada vez con menos espacios en los que desempeñarse, esta película llega para señalar y dar cuentas de cómo una denuncia mediática puede ayudar a la sociedad a desenterrar grandes injusticias e impunidades, hacerlas públicas gestando conciencia y, a partir de eso, lograr cambios favorables en el entramado social. Como lo demuestra el filme, además, la prensa especializada puede ser capaz de hacerle frente al statu quo y a los grandes poderes, llegando a obligarlos a rendir cuentas ante la justicia, dejando en evidencia sus perfiles más inaceptables. 
Esta película se ambienta en el año 2001; Internet recién comienza a asomarse como una gran amenaza para la prensa, y un nuevo editor hace aparición en el periódico Boston Globe. Su presencia hace temer en el entorno una sucesión de recortes y despidos para volver rentable la edición impresa, y una sección del periódico, llamada Spotlight, podría ser un blanco perfecto para el desmantelamiento: está compuesta por un prestigioso equipo de periodistas, una suerte de escuadrón de elite de la investigación que puede pasarse un año entero dedicado a estudiar y profundizar en un solo tema. Esa área es sumamente costosa para el diario y, por tanto, una de las más difíciles de respaldar y justificar en tiempos de crisis. Es así que, siguiendo una tradición de thrillers de trasfondo político –a la manera de Todos los hombres del presidente, o La sombra del poder–, esta película sigue una investigación y un abnegado trabajo profesional. En este caso la labor periodística es llevada a cabo en forma coral, sin un protagonista claro, y el relato sigue los pasos de más de media docena de personajes de la redacción, cada cual con un perfil más o menos definido y una función particular. El abordaje hace pensar, por el clasicismo de su narración, por la claridad con la que se presenta un caso complejo e intricado, por la composición austera y cierta elegancia y sencillez en las formas, en un muy esmerado capítulo, algo alargado, de una sólida serie. Una que cuenta además con un elenco de primerísimo nivel. Así, en muchos de sus tramos, En primera plana recuerda a Mad Men o The Wire, aunque con el mérito de que todos los personajes son notablemente presentados y desarrollados en una entrega única. 
Lo que es más bien excepcional es la temática y los escalofriantes descubrimientos que se destapan en la pesquisa; quizá no corresponda adelantarlos aquí, pero fueron de público conocimiento en su momento y refirieron a la Iglesia Católica y a los altísimos índices de pederastia entre sus curas, asunto que, con asombrosa eficiencia, ha sido sepultado por el Vaticano y mantenido desde tiempos inmemoriales en el más devoto silencio. La temática comenzó a verse en documentales como Deliver Us From Evil (2004), Twist of Faith (2006), y Abusos sexuales y el Vaticano (2006), y recientemente a ficcionalizarse en películas como La duda (2008) o la reciente El club (2015). Pero aquí la aproximación austera y casual provee cifras en bruto y una abrumadora recopilación de datos que acaba revelando una realidad ominosa, simultáneamente para el espectador y para los mismos protagonistas. Sin morbo ni truculencia, sin héroes ni villanos, sin melodramas recargados, Spotlight tiene el mérito atípico de ser un vehículo audiovisual provisto de un gran poder concientizador. Mediante un trabajo tan escrupuloso como el de sus personajes, el director Thomas McCarthy se las ingenia para dar una panorámica cabal de un problema endémico e inaceptable. 

Publicado en Brecha el 5/2/2016

martes, 2 de febrero de 2016

El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015)

Cine hecho carne


Es muy interesante el viraje que están tomando ciertas superproducciones hollywoodenses, y en particular el hecho de que esta, la película mundialmente más taquillera del momento y una nominada a 12 óscars utilice a la propia naturaleza como base misma del espectáculo. No es algo menor; luego de décadas de ponerse el énfasis en los efectos especiales, (y ultimamente en la creación digital) esta vuelta a los rudimentos se siente como algo notablemente fresco y novedoso, como si de pronto se volviese a cuarenta años atrás y se redescubriera el poder fascinante e hipnótico de los planos abiertos y la magnificencia hostil de los territorios agrestes que caracterizaron a películas de Lean, Herzog, Kurosawa y Tarkovsky. 
Las películas de supervivencia suelen ser experiencias extremas y trepidantes, y la propuesta del director mexicano Alejandro González Iñárritu no se ahorra ninguno de los malos tragos que pudieran acontecer en un micromundo en que el ser humano y la naturaleza conspiran contra la integridad física de un individuo. Es así que, basado en la historia real padecida por el explorador y peletero Hugh Glass, el abordaje enfatiza el padecimiento físico y mental de un individuo que toca fondo de múltiples maneras y que de todos modos se empeña en continuar viviendo. Es ahí donde se encuentra lo mejor y el sustento mismo de la historia: Leonardo Di Caprio brilla como pocas veces en una actuación totalmente corporal y desgarrada, atravesando con dificultad un inagotable cúmulo de adversidades. Un ataque de indios a su expedición es envolvente, caótica y abrumadora; una larga y agónica lucha contra un oso es de las más imponentes y realistas peleas cuerpo a cuerpo que se hayan visto en el cine; un período de inmovilidad física angustia en su radical sensación de impotencia; inmersiones en el agua, en la nieve, en pequeñas cuevas y hasta en espacios insospechados vienen cargadas con las palpitaciones de la desesperación. El renacido corta el aliento tantas veces como podría ser posible y se trata de un cine vívido, poderoso y sobresaliente. La notable fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki (Gravedad, El árbol de la vida, La leyenda del jinete sin cabeza) imprime personalidad equilibrando maravillosamente la adversidad más íntima y cercana con fondos impávidos e infinitos. 
Pero con premisas sumamente sólidas y una concreción tan brutal, es una verdadera lástima que unos cuantos aspectos del guión hayan sido descuidados. Destaquemos solamente tres: en primer lugar, Tom Hardy es un talentoso actor que podría haber sido el villano perfecto en su representación del odioso Fitzgerald, un resentido trotamundos, impaciente de retribuciones mínimas. Pero hay un énfasis constante para señalar que es el malo, un machaque que se repite en casi todas las líneas de diálogo que le toca proferir. Y un acto de truculencia final riza el rizo de lo absurdo, cuando se le antoja quitarle el cuero cabelludo a un enemigo abatido, aún cuando sabe que lo persiguen. Otro problema son ciertos tramos oníricos en los que la película incurre, lugares comunes que quitan originalidad al planteo, como cuando el protagonista abraza a una visión en una iglesia en ruinas y finalmente lo vemos con sus brazos alrededor de un árbol. Son escenas que no aportan nada, los espectadores ya conocemos el justificado sufrimiento del protagonista por un asesinato horrendamente injusto –que vimos con perfecta claridad– y no era necesario que Iñárritu lo recordara. Finalmente hay alguna secuencia de difícil explicación, como el hecho de que luego de que unos quince hombres fueran a la búsqueda del desvalido protagonista a través de un bosque helado, sólo dos salieran, poco después, detrás de un peligroso asesino en fuga; esto último podría haberse solucionado con arreglos mínimos en el libreto. 
No se puede negar que Iñárritu es un notable director, un entusiasta y un creador que empeña hasta sus propias vísceras. Esto es admirable y festejable, pero también sería genial un poco más de cuidado, a fin de lograr una coherencia interna sin fisuras. Poco faltaba.

Publicado en Brecha el 29/1/2016