viernes, 29 de enero de 2016

Es discriminación


La polémica se encendió mediáticamente e invadió las redes sociales. Los comentarios de Spike Lee y su rechazo a asistir a la ceremonia de los Oscar de este año, en protesta por la ausencia por segundo año consecutivo de nominados negros entre los 20 candidatos en las categorías de mejor actor, han dado mucho que hablar, y no faltaron a la cita las declaraciones de figuras como Charlotte Rampling, Julie Delpy, Mark Ruffalo, Will Smith y otros más, con argumentos encontrados. 
Pero centrémonos solamente en las opiniones contrarias a Lee y en sus principales argumentos: se señala, en primer lugar, el carácter arbitrario e impersonal con que los candidatos son elegidos para la premiación, ya que al ser centenares los votantes, no hay un “individuo” al que echarle la culpa sino que se trata de un colectivo que vota de acuerdo a criterios de calidad. Otro argumento es que, si bien en estos dos años no hubo nominados negros, sí los hubo, y en abundancia, durante los años anteriores. El tercero señala que el reclamo de Spike Lee con respecto a la discriminación de una minoría no contempla otras injusticias quizá más manifiestas, como la exclusión sistemática de las mujeres artistas en la mayoría de las categorías, o la reticencia a nominar películas “extranjeras” y no angloparlantes que caracteriza a la ceremonia desde siempre. Pero corresponde señalar que los tres argumentos son insuficientes, y alguno de ellos incluso erróneo. Veámoslos con detenimiento.
En primer lugar conviene recordar qué son los premios Oscar. Se trata de una gran ceremonia de autobombo que la industria utiliza para publicitarse y reproducir las miradas internacionales sobre sí misma. Los Oscar son Hollywood premiando a Hollywood, y como tal suponen un fiel reflejo de un mundo liderado por hombres estadounidenses, blancos, y ricos. Los votantes obedecen mayoritariamente a ese perfil y los nuevos nominados pasan a engrosar la lista de votantes, por lo que estas características dominantes se reproducen y perpetúan, con un impacto mediático inconmensurable. Hay veces que es difícil pedirle al olmo que deje de ser olmo y que nos dé en cambio peras, pero sí es muy pertinente señalar que no se trata de otra cosa que un olmo, y eso es justamente lo que hizo en este caso Spike Lee. 
En segundo lugar no es cierto que los nominados negros fueran muchos en los años anteriores. Sí los hubo, pero en el período de 2010 a 2015 hubo tan sólo siete nominados negros en las cuatro categorías a mejores actores. Es decir, de 100 nominados, siete fueron negros, lo que es lo mismo que decir que en esos cinco años alcanzaron un 7 por ciento. Poco, con relación al 12,6 por ciento de afroestadounidenses que hay, según cifras oficiales, en la población de Estados Unidos. Durante esos cinco años, además, hubo una suerte de “efecto Obama” que tuvo una incidencia directa en las temáticas tocadas por Hollywood, una especie de catarsis histórica referente a la discriminación racial y las luchas de inclusión, reflejada en películas como Selma, 12 años de esclavitud, Lincoln, The Help y otras. Pero la cuestión es que si luego de ese período ese porcentaje (incluso escaso) bajó radicalmente a cero y allí se mantuvo por dos años consecutivos, la carencia es significativa, por decir lo menos.

El tercero de los argumentos es aun menos sólido. Se critica a Spike Lee por su activismo unidireccional, por su falta de consideración respecto de otras injusticias, quizá más evidentes. Como si Lee, más que un militante contra la discriminación de la minoría a la que pertenece debiera ser un paladín de la justicia mundial. El asunto es que señalar que un movimiento social vela por sus intereses y no por los de otros no es argumento para desconsiderar sus reclamos. No se puede descalificar una asociación de derechos humanos por no preocuparse por la matanza de ballenas o no manifestarse en favor de la contaminación de las plantas nucleares. Su énfasis y su temática son otras y, muchas veces, lo importante para ganar espacios es mantenerse enfocado en lo que incumbe directamente. Como dijera Voltaire: “lo mejor es enemigo de lo bueno”, y no corresponde descalificar un discurso por no adaptarse a un “ideal” superior.
Podríamos pensar en un cuarto argumento. Algunos desinteresados podrán decir que, por las características de la ceremonia y del Oscar en general, no vale la pena dar una lucha para ganar espacios en un ámbito cerrado y elitista casi por defecto, en una ceremonia que viene malparida y que muchas veces ni siquiera premia a un cine de calidad. Pero lo cierto es que, por más que a uno no le guste la gala y lo que representa, no puede desconsiderarse su impacto social y su peso decisivo en las formas de pensar; en definitiva, los espacios ganados allí son un triunfo a todo nivel.
Ahora, Lee dijo una palabra que a muchos lleva a poner el grito en el cielo, al proponer imponer una “cuota” entre los votantes de la academia, asegurando así a los negros un lugar fijo en la toma de decisiones. Los argumentos en contra de las cuotas son los mismos de siempre: que por qué darle un “privilegio” a alguien solamente por su formación genética y no por méritos propios y todo ese rollo, y en respuesta a ese manido argumento también podría esbozarse otra pregunta: ¿por qué esa formación genética es la única razón para que la persona sea excluida sistemáticamente de todos los ámbitos? No se trata de dar privilegios, sino de solventar una ausencia que no va a solucionarse naturalmente por obra y gracia del “progreso”. Las cuotas son un mecanismo implementado para revertir un problema y un círculo vicioso de discriminación. 
Es por esto último y por todo lo demás que conviene pensar dos veces antes de reaccionar desacreditando las voces de los que no suelen tener voz, y las medidas que pudieran llegar a darles espacios a los que de otra manera no tendrían acceso.

Publicado en Brecha el 29/1/2016

viernes, 22 de enero de 2016

Mustang (Deniz Gamze Ergüven, 2015)

Urgente, y for export


Cinco hermanas adolescentes y huérfanas viven apaciblemente en una localidad al norte de Turquía, pero a partir de un juego inocente con chicos en la playa, su abuela y su tío deciden confinarlas en su hogar, salvaguardando su virginidad y evitando que los rumores acerca de su inmoralidad continúen circulando por el pueblo. Desde entonces pasan a estar compelidas a vestir con colores opacos, a aprender las tareas del hogar, a predisponerse para un inminente y convenido matrimonio; en definitiva, pierden la libertad como la conocían y los días veraniegos pasan a ser jornadas de monotonía y encierro. 
Lo que sucede con esta película es sumamente interesante. Ganadora de una respetable cantidad de premios en festivales de Europa y Asia, es hoy una de las favoritas para el óscar a mejor película extranjera, y un éxito bien recibido tanto por el público como por la crítica internacional. Lo curioso del asunto es que, a pesar de estar ambientada en Turquía, de ser dirigida por una turca y con un elenco turco, no tuvo el mismo recibimiento ni la misma aceptación crítica en ese país; las audiencias turcas no se han mostrado demasiado receptivas (al menos antes de que se supiera la nominación al óscar) y a la mayoría de los críticos locales no les gusta. El argumento de estos últimos es estimable: se señala principalmente su falta de realismo, una selección de actrices que no aparentan ser chicas pueblerinas ni hablan como tales, y otros detalles que pueden pasar desapercibidos para el público occidental. La película es de hecho fundamentalmente francesa: nacida en Ankara, la directora Deniz Gamze Ergüven emigró a Francia desde muy chica, y tuvo su formación allí. 
Acostumbrados al sobresaliente realismo de directores de la talla de Nuri Bilge Ceylan o Reis Çelik, los críticos turcos señalan algo que debe ser muy cierto: la falta de conocimiento del universo de la Turquía rural y principalmente musulmana por parte de la directora. Algunos van más allá afirmando que la película se adapta a una visión occidental paternalista, desde la cual se identifica al musulmán como un bruto retrógrado y a las chicas como víctimas a las que sólo el mundo progresista occidental podría salvar. Si bien lo que la película denuncia es algo que sucede y no puede desmentirse, para el público local debe ser como ver una película uruguaya ambientada en Tacuarembó pero interpretada por un elenco chileno. Un europeo quizá no se percataría del detalle, pero para nosotros sería sin dudas inaceptable. 
Sin embargo, tampoco puede desestimarse el talento de la directora para plasmar una energía vital presente en los personajes adolescentes, enfatizando sus alegrías, deseos, inquietudes y miedos. A partir del inquietante detallismo del ambiente represivo in crescendo que se cierne sobre ellas, y las estrategias que utilizan para sortearlo, puede palparse su espíritu indomable (los mustang son justamente caballos salvajes). Todo esto le da al abordaje un atractivo cinematográfico notable y una estimable autenticidad, seguramente la clave del éxito de la película. Si el cine es 24 mentiras por segundo (es decir, el arte de generar la ilusión de realidad a partir de un artificio), Mustang gana al crear una realidad quizá algo diferente, pero que en definitiva no parecería mentir sobre esos hechos concretos a los que refiere.

Publicado en Brecha el 22/1/2016

viernes, 15 de enero de 2016

Taxi Teherán (Taxi, Jafar Panahí, 2015)

Desafiando al régimen


Jafar Panahí es indomable. Desde que el gobierno iraní lo condenó a seis años de prisión por los cargos de conspiración y propaganda contra la República Islámica, con la prohibición expresa de filmar durante veinte años, sacó tres películas que se distribuyeron en el exterior y arrasaron con premios en los festivales internacionales. Su película Esto no es una película salió del país en un pendrive escondido adentro de una torta. Una presión internacional ininterrumpida en la que cuanto colectivo de artistas, movimientos de Derechos Humanos y figuras públicas –incluído el presidente Obama– se manifestaron en nombre del director, sumada al cambio de autoridades en Irán, llevaron a que Panahi fuera liberado. Ahora sigue pesando sobre su persona el arresto domiciliario y la prohibición de hacer películas. 
Pero el cineasta no entiende de restricciones y Closed Curtain fue su primer filme concebido luego de su liberación, una obra distinta, filmada en interiores, más bien hermética y alegórica. Con su última película, la llana y directa Taxi, Panahí vuelve a sus mejores momentos. Con su concepción violó doblemente la prohibición, filmando a través de las calles de Teherán desde un coche que él mismo conduce. Como le dice en una escena a un estudiante de cine que le pide consejos: "lo principal es salir a la calle"
Con la naturalidad característica y el incomparable realismo del director iraní, la película hace pensar en una aproximación documental, en personajes que entran y salen del taxi casual y aleatoriamente. Panahí es un maestro del artificio, un genio a la hora de utilizar los recursos cinematográficos para generar la ilusión de que no hay artificio en absoluto, y que aquello por él presentado no es más que un simple retazo de vida. En un estilo que lo emparenta con otros maestros como Eric Rohmer, Hong Sang-soo o los hermanos Dardenne, es difícil equipararse con él en este sentido. Así es que en un recorrido de 80 minutos se suceden personajes no-actores que conversan con el director, plantean sus inquietudes, sus problemas particulares, discuten sobre temas acuciantes y, sobre todo, sobre el sistema de prohibiciones y castigos impartidos por el régimen teocrático. 

 
Pocos cineastas tienen la capacidad de sugerir tantas cosas con apenas un par de pinceladas, y al mismo tiempo con premisas cinematográficas que prácticamente no se han visto. Taxi es la clase de películas que llevan a pensar en el audiovisual como un formato casi inexplorado, en que lo único que hace falta es salirse un poco de los parámetros dominantes para ofrecer un abordaje absolutamente fresco y diferente. Las cámaras, giratorias, son colocadas junto al parabrisas, filmando lo que ocurre dentro y fuera del taxi y el conductor Panahí, con su semblante semisonriente y cálido demuestra ser, –con una película aparentemente inofensiva y apacible– uno de los más agudos críticos de la censura y la represión que le toca vivir en su país. 
El taxi no es como los que frecuentamos por estas latitudes, sino que es un savari (taxi compartido), es decir que durante el curso de un viaje pueden subir varios pasajeros que van en una misma dirección. De esta manera, en un recorrido un ladrón tiene una reñida discusión sobre la pena de muerte con una maestra, un pirateador de dvds viaja al mismo tiempo que un hombre ensangrentado debe ser llevado con urgencia al hospital, y varias señoras destratan a Panahí por no hacer bien su trabajo. Dentro del taxi se suceden personajes representativos de la sociedad iraní y, omnipresente, fuera de campo, invisible pero ineluctable, el régimen se hace sentir de un modo u otro, ya que todas las situaciones están relacionadas con el delito, las penas, la arbitrariedad y los difusos límites entre lo legal y lo ilegal. Desde un amigo de Panahí que no quiere hacer la denuncia de un robo porque teme por las consecuencias que pueda traer a los culpables, un niño que no se anima a devolver un dinero que encontró tirado, o una pareja que se apura a filmar con un celular un testamento antes de llegar al hospital, las reflexiones se imponen, dando cuentas de hasta qué punto Irán es un mundo aparte. Algunos detalles, como cuando Panahí cree oír en la calle la voz de uno de sus interrogadores en la prisión nos llevan a recordar la brutalidad de la dictadura imperante. Una escena determinante tiene lugar cuando sube al taxi la abogada por los derechos humanos Nasrin Sotoudeh, una figura que, junto a Panahí, estuvo presa e incomunicada y llegó a hacer huelga de hambre por cuarenta y nueve días, casi hasta morir de inanición. En los fotogramas se la ve radiante, con una simpatía sólo equiparable a la del mismo cineasta y demostrando en los hechos y con sus palabras que la única vía posible es la resistencia. "Que no salga en tu película lo que acabo de decir, te acusarán de conspiración" le sugiere, con conocimiento de causa, al director; y por supuesto que Panahí no obedece, demostrando con el gesto que, en definitiva, no existe prisión alguna que pueda silenciarlos. 

Publicado en Brecha el 15/1/2016

viernes, 8 de enero de 2016

Los ocho más odiados (The Hateful Eight, Quentin Tarantino, 2015)

Explosión de cine


 


La octava maravilla de Quentin Tarantino parece colocarse a la altura de las expectativas de los cultores, y no son pocos los que aseguran que se trata de la mejor película que el director ha filmado hasta el momento. Tampoco faltan los detractores que la señalan como un entretenimiento pueril, vacío, o como un exabrupto de violencia gratuita. Lo cierto es que, a sus 52 años, el cineasta de Knoxville sabe incomodar a tirios y troyanos, y se impone con una película que significa una vuelta a sus bases y al mismo tiempo una importante transgresión rupturista. Las varias complicaciones de su estreno, definitivamente mal parido, ponen la frutilla a la torta a una obra desmesurada y maldita como pocas. 


Ignoro si en el largo plazo será algo favorable o desfavorable para la industria y para el mismo cineasta, pero lo que sucedió es que esta película se filtró a la web casi simultáneamente a su estreno internacional en una calidad aceptable, por lo que estuvo siendo compartida por una enorme cantidad de internautas. Lo que las compañías reparten como screeners –copias previas al estreno, generalmente distribuidas para jurados, miembros de la academia y prensa– tuvieron la gracia de dar con un solidario pirata que decidió expropiar y socializar el material, obteniendo inmediatamente centenares de miles de interesados. 
La película ya había ganado dos premios de la Asociación de Críticos Norteamericanos, por lo que varios de sus screeners habían pasado por unas cuantas manos. Por lo pronto, los hermanos Weinstein, productores de la compañía Miramax, pusieron el grito en el cielo, y existe una investigación en curso para dar con el corsario responsable, llevada adelante por el mismo Fbi. Lo cierto es que por ahora la taquilla no le viene siendo demasiado favorable a la película. Si bien recaudó 16,2 millones de dólares en su primer fin de semana y se trata de una cifra nada desdeñable, desde 1997 (año del estreno de Jackie Brown) no sucedía que una película de Tarantino obtuviese una recaudación tan baja. Falta esperar y ver cómo funciona el boca a boca y si las cifras se remontan en estas semanas venideras. 
Pero las cosas hace rato venían mal para Tarantino; ya a comienzos de 2014 se había filtrado a la web una primera versión de su guión, lo que le provocó un enojo mayúsculo que lo llevó a renunciar públicamente al proyecto, y al que sólo volvió convencido gracias a la insistencia de varios de sus colegas, incluido el actor Samuel L. Jackson. Luego, su decisión de estrenar la película en 70 mm (formato de mayor resolución, pero que la gran mayoría de las salas no tiene los proyectores para pasar) acotó sustancialmente sus posibilidades de estreno, pero además tuvo la mala idea de pretender proyectar su película con pocos días de diferencia respecto a la última Star Wars. Con su inmenso poderío, Disney presionó a una de las más importantes salas de cine en la que pensaba estrenarse Los ocho más odiados, y le impuso mantener Star Wars e incumplir sus contratos previos para exhibir la película de Tarantino, bajo amenaza de retirar su película de todas las salas de la cadena de cines. En consecuencia, el estreno de Los ocho más odiados debió postergarse en esa prestigiosa y determinante sala. Furioso, el director denunció la situación mediáticamente, dando a entender que la magia y el encanto con los que se identifica a Disney mal encubren la competencia desleal y el desacato recaudatorio. A fin de cuentas parece ser que uno de los peces más grandes de la industria nada más a sus anchas que los demás, en ese “libre” mercado. 
Todo esto venía sumado a la amenaza de boicot por parte de la policía neoyorquina a las películas del director. Tarantino había participado en una marcha en Nueva York contra la violencia racial policial, como consecuencia de los múltiples asesinatos perpetrados por agentes policiales sobre la población negra. Consultado sobre su presencia allí, afirmó en plena manifestación: “Soy un ser humano con conciencia. Estoy aquí para decir que estoy del lado de todas las víctimas”, “si se estuviera abordando este problema, los policías asesinos estarían en la cárcel o por lo menos enfrentándose a cargos”, agregó. 
Fue a partir de este gesto que los cuerpos de policía de ciudades como Nueva York, Chicago, Filadelfia y Los Ángeles hicieron un llamado a boicotear Los ocho más odiados, e incluso un oficial amenazó con estar preparando una “sorpresa” para Tarantino el día mismo del estreno de su película. Pero finalmente los estrenos en las ciudades de Los Ángeles y Nueva York ocurrieron sin incidentes y, lejos de recular, Tarantino redobló su crítica, comentando en una entrevista a la revista Entertainment Weekly: “¿Si me sentí mal porque no quisieran besarme por haber ido? Sí, un poco. Pero no tan mal como si me hubiera quedado sentado en mi sofá viendo gente siendo bajada literalmente a tiros, y luego a los responsables enfrentando un tribunal policial de pacotilla, que los acabó reubicando en trabajos de oficina”. También señaló que situaciones como la muerte del chico de 17 años Laquan McDonald no se explican con el argumento de que hay unas pocas “manzanas podridas” en el departamento, sino que se trata de un “racismo institucional” y de “encubrimientos institucionales que protegen la fuerza policial por encima de los ciudadanos”
Pero polémicas a un lado, lo importante es que Los ocho más odiados es una película inmensamente rica que se transforma en algo nuevo a cada paso, que se presta para los análisis más contradictorios y que reúne en su interior una buena cantidad de temas, compilando asimismo una infinidad de recursos cinematográficos. En definitiva, podría verse como una extensa y pormenorizada clase sobre el lenguaje cinematográfico y sus inagotables posibilidades. A continuación analizaremos algunos de sus elementos más llamativos, pisando una buena cantidad de spoilers en el camino. Por esta razón es bueno alertar que el que no haya visto la película y quiera disfrutar de las innumerables sorpresas de su visionado, debería dejar de leer por aquí.


A LO QUE VINIMOS. Un director de cine nunca es simplemente un talento aislado que pare a capricho las películas que imaginó, sino que es, precisamente, un director; un individuo que, rodeado de gente, los mueve y coloca en determinada senda instruyéndolos sobre cierto procedimiento a seguir. Es por eso que un gran cineasta es el que sabe con quién trabajar; una eficaz selección de talentos contribuirá a un trabajo que fluya y juegue a favor de sus intereses. Una de las más importantes figuras que sorprenden en el equipo de esta película es el legendario Ennio Morricone, de 87 años, autor de bandas sonoras inolvidables como las de El bueno, el malo y el feo, La misión, Novecento, La batalla de Argelia y una infinidad más. Tarantino ya había echado mano a algunos temas del compositor para películas previas, e incluso en alguna ocasión Morricone se había manifestado en desacuerdo con cómo las había utilizado. Pero esta vez escribió directamente las partituras pensando en la película, e incluso dio aportes generales que quedaron en el resultado final, como la idea de una secuencia de caballos tirando de una carreta, en su lucha contra un camino nevado. 
Soberbia, su música emerge ya desde el comienzo como el perfecto presagio de algo maléfico que se avecina; así como una tormenta de nieve pisa los talones de los personajes y se cierne sobre ellos, un aura insidiosa se augura desde esta composición trepidante, creciente, con tambores apagados que palpitan y resuenan en los páramos helados. Una escultura de Cristo crucificado, cargado de nieve, olvidada y sepultada, refuerza la idea de la ausencia de valores imperante en estas gélidas tierras de nadie. 
Pero el compositor es uno de los tantos elementos que juegan por acumulación; las grandes figuras están a la orden del día y no podría hacerse una reseña completa de esta película sin nombrar al insuperable cúmulo de talentos actorales que contiene. Lo cierto es que Los ocho más odiados se sustenta fundamentalmente en un gran guión y en diálogos constantes, y por tanto el elenco es su pilar fundamental. Tarantino es también un actor y alguien que sin dudas sabe proponer desafíos a sus pares: al estar dotado el libreto de elementos de comedia y hacerse uso de un humor negro constante, su elenco juega en el arduo doble terreno de cumplir como vehículos de tensión y como comic reliefs al mismo tiempo. En primer lugar está Kurt Russell (John Ruth alias “The Hangman”) un palurdo cazarrecompensas poco interesado en otra cosa que no sea el dinero, que divierte al mismo tiempo que horroriza en su brutalidad constante. Otro fetiche de Tarantino, el gran Samuel L. Jackson es el Mayor Marquis Warren, un negro veterano de la Unión, ahora devenido cazarrecompensas y funcionario de la corte, asesino sin miramientos, y preferentemente de blancos racistas. La verdadera revelación del cuadro y un talento que de ahora en más no perderemos de vista es Walton Goggins (Chris Mannix, sureño rebelde y perfecta antítesis de Warren), quien ofrece tantos cambios de registro y dobleces como son posibles en una sola película. A un nivel más secundario, Tim Roth, Michael Madsen y Demián Bichir cumplen, ya sea para dar un toque de excentricidad (Roth, sin dudas), como presencia intimidante (Madsen), o como simple enigma (Bichir). Pero quien es una verdadera fuerza de la naturaleza y se desenvuelve como nadie es Jennifer Jason Leigh en un rol inolvidable como la sentenciada Daisy Domergue, una mujer que se impone desde su primer segundo en pantalla, y quien en su contención a medias y en su silenciosa malicia va creciendo hasta delinear un personaje único en su especie. 
Es curiosa la forma en que, en este cuadro de parias realmente odiosos, la empatía del espectador va migrando continuamente hacia uno u otro, sin nunca poder detenerse en ninguno en particular. Esta economía de elementos profundamente cuestionables, dispersos en todos y cada uno de los personajes centrales, y la precisión en los matices que de algún modo los vuelven igualmente cercanos supone una apuesta sobresaliente. 


LICUADORA DE GÉNEROS. Los ocho más odiados es, a primera vista, un western. La acción se ubica a pocos años de terminada la Guerra de Secesión y presenta a un puñado de hombres armados, con sus típicos sombreros tejanos, caballos y carretas. Pero si los parajes desérticos que son la constante del género se convierten en bosques helados, si se propicia una tormenta de nieve y se coloca a todos los personajes a cubierto en un espacio reducido, ese western pasa a tener muchos elementos en común con The Thing, la obra maestra de John Carpenter. Y si a esto se le agrega un montón de parias, forajidos, delincuentes de diversa calaña (algunos de ellos devenidos representantes de la ley), se aterriza entonces la película en el mundo antiheroico propio del film noir, –que ya había tenido sus ecos en los polvorientos spaghetti westerns y en los pistoleros lúmpenes de los años setenta, bajo la dirección de Sergio Leone, Sam Peckinpah y Sergio Corbucci, entre otros–. 
Hasta aquí todo era ciertamente previsible, considerando los precedentes de Tarantino y sus gustos particulares. Pero los géneros siguen agolpándose y superponiéndose, dándole a esta obra una singularidad única: una trama de mentiras, sospechas, acusaciones entrecruzadas y enigmas a resolver provee las reglas del whodunit, subgénero prácticamente olvidado que supo dar infinidad de obras a partir de los años treinta para acabar muriendo casi definitivamente en los setenta. La investigación policial que presenta un crimen y un grupo de sospechosos fue revisitada hasta el hartazgo y es de allí que viene la frase común de que “el asesino es el mayordomo”. Increíblemente uno de los referentes ineludibles para esta película es Agatha Christie, y los ecos de Eran diez indiecitos, Asesinato en el Expreso Oriente y Tres ratones ciegos son palpables. Pero Tarantino no echa mano precisamente a los lugares comunes del subgénero, sino a sus principales trampas. Esto remite necesariamente a Alfred Hitchcock, quien supo filmar whodunits en los inicios de su carrera y que deja sus huellas aquí en ciertos tiempos muertos y en la información que, por momentos, el espectador tiene y los involucrados no (una cafetera al fondo del cuadro se convierte durante un breve lapso en un magistral elemento de tensión). La muerte repentina de personajes fundamentales en los que depositábamos alternativamente cierta empatía, provocándonos un desconcierto mayor y un vacío importante podrían recordar a Psicosis... bajo los efectos de un cóctel de barbitúricos y elevada a su enésima potencia. 
Por supuesto que en esta licuadora se ha volcado también mucho gore: la sangre, inesperada, embarrará prontamente la contención inicial del cuadro. Es una sangre poética, desmesurada como suele serlo, en la que resuenan los ecos de despropósitos del giallo italiano y del slasher. Es por eso que se pasa en pocos minutos de bellos planos abiertos tipo La Diligencia a los peores asfixiantes exabruptos de Suspiria y Alta tensión, sin perder nunca las formas ni la coherencia estilística. 
Pero la influencia decisiva, y seguramente lo que le dé un verdadero vuelo a la obra está algo más solapado: uno de los filmes favoritos de todos los tiempos de Tarantino es Rio Bravo, de Howard Hawks. Allí un grupo de personajes se recluían en un pequeño espacio y se contaban anécdotas, tocaban la guitarra, enfrentaban una amenaza con una naturalidad y un aire de familia que convertían la película en una experiencia única. Es en detalles de este tipo que Los ocho más odiados crece hasta convertirse en la categoría de obra maestra, y en donde más se sienten los ecos de los westerns de Hawks, George Stevens y Michael Mann: así como John Ruth (Kurt Russell) y Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) se odian a muerte, Ruth también cuida en un principio que ella no quede manchada con estofado, o juntos colaboran con ciertas tareas (como clavar tablones en una puerta floja, por ejemplo), estos elementos contribuyen a construir un aspecto invisible pero insoslayable: la inigualable química existente entre ambos personajes. 
Y así como existen rencores enquistados, racismo, individualismo, desconsideración y una imperiosa necesidad de perforar a balazos al prójimo, también hay sutiles momentos de humanidad que nos permite acercarnos a los personajes y creer realmente en ellos: están en las infantiles carcajadas de Chris Mannix, en la ingenuidad y en la visible emoción de John Ruth al leer una carta, en el abrazo fraterno que se dan Bob (Bichir), Oswaldo Mobray (Roth) y Joe Gage (Madsen) durante los preparativos de un momento crucial, en la cautela y los intentos de conciliación de Mobray para evitar tempranos baños de sangre o en la parsimonia reflexiva de Warren, en definitiva el Hércules Poirot del grupo. 


MISOGINIA. Por supuesto no han faltado ni faltarán los que desestimen la película por ser deliberada e impiadosamente violenta (lo es), y muy especialmente los que la acusen de ser una obra directamente misógina –el personaje de Jennifer Jason Leigh es baleado, vapuleado, insultado, bañado en sangre y algunas cosas más a lo largo del metraje–. Algunos críticos, como A O Scott en The New York Times hicieron hincapié en este supuesto “odio” a la mujer, reflejado en la violencia explícita hacia ella. Es comprensible el impacto que varias de estas escenas tienen sobre la audiencia, y especialmente una de las escenas finales, un despliegue de sadismo indisimulado por parte de dos de los personajes hombres. Pero esta mirada superficial por la cual se toma a la parte por el todo, que se queda en aquello que se ve y no en lo que hay por detrás, debería ser desestimada: prácticamente es lo mismo que pensar que Gustave Flaubert era misógino por haberle hecho pasar tan mal a Madame Bovary. 
El personaje de Domergue es, en definitiva, el personaje mejor trabajado a lo largo de la película, esconde muchos secretos que sabemos actuarán como una bomba de tiempo y, como decíamos, se trata de una de las actuaciones más soberbias del cuadro (comparable solamente con las de Goggins y Jackson). La crítica de cine estadounidense Stephanie Zacharek reflexionaba en la revista Time sobre la indomable insubordinación del personaje: “Cuanto más es golpeada, más sonríe a carcajadas, como si el abuso incrementara la fuerza de su alma en pena. La idea puede parecer misógina, pero es de hecho su opuesto triunfante”. Hay en ese último despliegue de sadismo un subtexto realista y por ello terriblemente aterrador: respectivamente, el sureño más racista del cuadro (Mannix) y su natural antagonista (Warren) disuelven sus desavenencias y se alían para ajusticiar a la única mujer del cuadro: la misoginia es más fuerte que el racismo, y se encuentra profundamente enquistado más allá de fronteras y de épocas. Ambos personajes, Sheriff y Mayor, respectivamente, justo los representantes de la ley en este contexto de energúmenos, acaban contradiciendo en los hechos la idea enarbolada anteriormente por el personaje de Mobray acerca de la pena capital, quien la señalaba como una ejecución limpia, exenta de sadismo. Los dos hombres recostados en una cama, en jadeos post orgásmicos luego del ahorcamiento de la dama trascienden simbólicamente a mucho más que lo que algunos quisieran ver. La lectura subsiguiente de la carta de Lincoln nos remite a un paraíso idealizado, a una tolerancia heroica y a palabras grandilocuentes que suenan muy bien, pero que no dejan de ser una farsa irrisoria, de la cual el crudo cuadro presentado por Tarantino es su perfecto reverso. El irreverente revisionismo histórico del director dispara a quemarropa contra las bases mismas del Sueño Americano.

Publicado en Brecha el 8/1/2016