lunes, 25 de julio de 2011

Incendies (Denis Villeneuve, 2010)

Luminosa y lacerante

Se estrena "Incendies", profundo, polémico y multipremiado drama canadiense que ya se perfila como una de las mejores películas de este año. Basándose en una obra teatral del libanés Wajdo Mouawad, el director Denis Villeneuve logra un portentoso despliegue audiovisual que, conjugado con una atrapante temática reconciliadora y antibélica, no dejará a ningún espectador inalterado.


“En el fuego vencido/ ya no hay rasgos humanos,/ no hay bocas gritando,/ no hay huesos destruidos,/ ni narices ni rodillas./ Todo se transforma/ en materia sombría/ untuosa y anónima donde intentamos/ leer en vano. La ceniza/ no tiene nombre./ Sin embargo la conocemos/ en lo profundo del esqueleto/ sin embargo cae, despacio/ y cubre nuestros rasgos”.

(“La ceniza no tiene nombre”, Lasse Södeberg, Suecia, Estocolmo, 1931.)

Desde su escena inicial, la película logra un efecto hipnótico y desestabilizador. Con el melancólico tema de Radiohead “You and whose army”, la voz cadenciosa de Tom Yorke recuerda sobre la alarmante capacidad del hombre para olvidar cosas. Mientras, observamos a un grupo de niños desarraigados a quienes, como en una procesión, les rasuran las cabezas una a una. La cámara lenta da una sensación de irrealidad, de ensueño. Pero de pronto uno de ellos mira fijamente a cámara; lo artificioso de la escena se ve resquebrajado por una súbita sensación de emergencia. Hay algo incómodo en ese rostro; su intensa mirada penetra, interpela al espectador señalándose a sí mismo: aquí estoy. Ese impactante comienzo da las pautas de que nos vamos a encontrar con una película concebida con muy buen gusto e impecable factura, y también con una atípica obra de autor, repleta de significación.
La historia comienza en Canadá, en la actualidad. Tras un profundo mutismo, una mujer, Nawal (Lubna Azabal) muere. El notario Lebel (Rémy Girard), les lee a los hijos adultos Jeanne y Simon (Mélissa Désormeaux-Poulin y Maxim Gaudette) una extraña última voluntad, al tiempo que les entrega dos sobres cerrados. Deben encontrar a su padre, al que creían muerto, y a su hermano, cuya existencia ignoraban, y entregarles a ambos dichos sobres. Es así que la hija decide emprender una travesía por algún impreciso lugar de Oriente Medio y tiene lugar una pesquisa en la que empieza a comprender las terribles circunstancias que la precedieron y que determinaron su vida. De esta manera, la película se centra en Jeanne, su investigación de tipo policial en la que cada paso trae una nueva revelación, y paralelamente, en la madre recorriendo los mismos parajes, en una inhóspita guerra civil entre cristianos y musulmanes, mucho tiempo atrás, por los años setenta. El espectador, de esta manera, visualiza hechos de los que la hija nunca logra enterarse, o de los que sólo se enterará a medias, sin nunca poder completar la totalidad del cuadro. Los “incendios” del título refieren al abrasador poder destructivo de las guerras y las masacres en general, aquellos que enquistan un trauma, anulan la expresión y amputan la capacidad de recordación, impidiendo un correcto registro histórico. A los estragos que calan tan hondo como para que sus secuelas se reproduzcan generacionalmente. La tarea de reconstrucción de la protagonista es terriblemente ardua; los testigos la destratan, se cierran en sí mismos y en principio se niegan a dar detalles sobre miserias pasadas. Si finalmente se llega a una resolución es, ante todo, porque el azar jugó a favor. Enfrentar fantasmas, deambular entre escombros, escrutar ilegibles cenizas de fuegos atroces, son las imperiosas tareas de semejante travesía.
La omisión del nombre del país en que se ambienta la película busca dar una dimensión universal a la historia. La guerra civil del Líbano que hubo entre los años setenta y noventa se ajusta a lo descrito, pero en determinado momento en un vidrio puede leerse “Palestina” y varias veces puede verse su bandera. Los nombres de las ciudades que se mencionan pertenecen a distintos países árabes, y el campo de refugiados que aparece y los bellos paisajes semi-desérticos pertenecen a Cisjordania. En cualquier caso, los indicios son variados y hasta contradictorios, y es evidente la voluntad de anular la especificación geográfica.


Incendies fue nominada al oscar a mejor película extranjera, premio que al final fue entregado a la danesa In a better World, de Susanne Bier. Pero vale decir que en cuanto al poder de impacto, difícilmente haya tenido un contrincante digno, y la película regala escenas inolvidables y devastadoras. Una brillante escena dentro de un autobús rememora al mejor Hitchcock y le agrega dosis de pavor y adrenalina; cerca del final, resulta único e inesperado un diálogo entre hermanos en el que tiene lugar una revelación matemática horrorosa. Incendies es de esas películas que llaman a la reflexión y a la sugerencia, pero también de las que exponen la creencia de que el cine llega y levanta vuelo cuando hay para ofrecer un guión poderoso, personajes fuertes, espectacularidad, cuidado y belleza formal. Luminosa y cortante como una hoja de afeitar, es también de ésas que duelen y dejan sus marcas.
No es difícil señalar, de todas maneras, algunos elementos defectuosos. El intrincado guión plantea, desde el vamos, serios problemas de verosimilitud –¿para qué Nawal querría dejar semejante legado a sus hijos?, ¿y cómo podría darse tal acumulación de casualidades en tan errática pesquisa?-. A algunos espectadores les podrá sonar rebuscada la traumática historia de Nawal, pero también es la clase de anécdotas de las que se suele oír eventualmente y que invitan a recordar que la realidad suele ser más increíble que la ficción. La guerra, además, mueve muchas veces a ramificaciones abominables como las que se exponen. Una de las críticas más duras a la película que puede leerse en Internet fue publicada en Página 12 bajo el título “La guerra hecha un culebrón sensacionalista” y está firmada por la aguda pluma de Horacio Bernades. Aunque el autor comete el horrendo crimen de contar despreocupadamente y sin ninguna advertencia la fulminante vuelta de tuerca final, también hace valiosos apuntes: “Hay algo de la teoría de los dos demonios en la muy alegórica doble pesadilla que Nawal ha debido afrontar, antes del alivio del exilio. Y es de una peligrosa superficialidad política la idea de una mujer que se hace guerrillera para cumplir con una venganza personal.” El señalamiento no es menor, y cierto es que a muchos espectadores podría hacerles ruido. Está en cada uno resolver si puede desestimarse este aspecto teniendo en cuenta la imponente factura formal y estructural o si renegar de la película toda considerando el estridente detalle.

Publicado en Brecha el 22/7/2011

jueves, 21 de julio de 2011

Harry Potter y las reliquias de la muerte - Parte 2 (Harry Potter and the deadly hallows - Part 2, David Yates, 2011)

Poderoso drama, aventura de manual

La saga llegó a su fin y es hora de hacer un recuento. Las ocho películas de Harry Potter fueron dirigidas por cuatro directores distintos, supusieron la franquicia cinematográfica con mayores ingresos de todos los tiempos, con más de 6.400 millones de dólares recaudados, y acompañaron el crecimiento de niños, adolescentes y jóvenes de todo el mundo a lo largo de la primera década del nuevo siglo. Las dos primeras películas, dirigidas por Chris Columbus, seguramente hayan sido las más sólidas, introducían el universo Potter y marcaban las pautas reconocibles que darían interés a la saga: un reparto británico grandioso y escenas de acción y aventuras bien intercaladas con diálogos casuales, que permitían adhesiones a la historia -aunque los fans de las novelas originales insistimos en que las películas no son la mitad de buenas que los libros-. Para este cronista Harry Potter y la cámara secreta, la segunda, es la mejor de la serie entera, la más intensa y lúgubre, alternativamente simpática y estremecedora. Luego, El prisionero de Azkaban, dirigida por Alfonso Cuarón, a pesar de sus problemas de arritmia y de que los actores protagónicos empezaron a despegarse de las edades de los personajes, fue, para muchos, el momento cúspide de la serie –que igual, en calidad, a años luz de la novela-. El Caliz de fuego, dirigida por Mike Newell, estaba bien pero no lograba grandes momentos de tensión, pese a las oportunidades que daba el guión. A partir de La orden del Fénix el director pasó a ser definitivamente David Yates, un artesano que demostró tener talento para la dirección de actores y para las escenas de transición, pero que no supo dar vuelo imaginativo ni garra a las secuencias de acción. Y esa es una falencia que se mantuvo, como un karma, hasta el final de la serie, jugando en contra de sus siguientes películas (El príncipe mestizo y las dos partes de Las reliquias de la muerte).
Este cierre funciona, y muy bien, durante su primera mitad: El colegio Hogwarts ha sido tomado por las fuerzas de Voldemort y el sombrío profesor Snape -hay que tallarle un monumento a Alan Rickman- es el nuevo director del colegio. El Ejército de Dumbledore y La orden del Fénix son los últimos bastiones de resistencia que buscan retomar el control. Una entrada furtiva al banco de Gringotts, un robo y una inmediata evasión tienen la tensión, la inteligencia y el dinamismo necesarios, además de contar con una perfecta Helena Bonham Carter. Luego, atmósferas oscuras y una acumulación de revelaciones, que no ahorran dramatismos, son especialmente contundentes para quienes han seguido la sumatoria de desventuras vitales que aquejan desde un comienzo a Harry. Yates es mucho mejor haciendo uso del suspenso y de los climas que a la hora de filmar enfrentamientos y masacres, y el esperado duelo final está resuelto rutinariamente y sin el vuelo formal e imaginativo que todos esperábamos. La pareja Harry-Ginny carece de química, las muertes aparecen fuera de plano y no hay detenimiento en ellas, y no se dan explicaciones para una curiosa resurrección –a partir de la cual decae además el ritmo general-.
En definitiva, como drama, esta película funcionaría de maravillas. Como despliegue espectacular y de aventuras, trastabilla demasiado.

Publicado en Brecha el 22/7/2011

lunes, 18 de julio de 2011

El videojuego y su huella neurálgica

Game over: ni pasivos, ni alienados

Hace tiempo que los videojuegos llegaron para quedarse, y desde al menos dos décadas y media que comenzaron a entrar progresivamente en los hogares, pasando a ser parte de la vida cotidiana de grandes sectores de la población. Pero quienes piensan que las horas de exposición a las consolas son tiempo perdido suelen desestimar su poder para multiplicar conexiones sinápticas, “cablear” nuestros cerebros y generar nuevas combinaciones de tareas cognitivas.


“Ensancha el espacio de tu tienda y
extiende en ella tus alfombras, pues
te has de mover en todas direcciones.”
Isaías.

En 1990 la empresa LucasArts produjo The secret of Monkey Island, un juego para PC revolucionario en el que el personaje principal, un aspirante a pirata, se entregaba a las más adictivas y grotescas aventuras. No se trataba de un juego de acción sino de una aventura gráfica, por lo que el protagonista debía explorar el territorio, tomar y utilizar objetos, hablar con otros personajes para descubrir y resolver los acertijos que iban surgiendo en la marcha. La irreverencia del protagonista se convertía en irreverencia del jugador, un continuo de acciones políticamente incorrectas; un robo, un engaño, un insulto intimidante o un certero escupitajo podían ser formas de avanzar en el juego. Pero también había un detalle por demás original en la saga de Monkey Island y es que no existían posibilidades de perder; el jugador nunca era eliminado, por lo que todas sus hazañas piratescas quedaban impunes. Lo que sí sucedía es que uno podía quedar "trancado", es decir, podía llegar a un punto en que no le encontraba solución de continuidad al juego. Ante una de estas situaciones debía devanarse los sesos para dar con la clave o probar distintas combinaciones de acciones u objetos para dar con la correcta y salir del paso.
Es este acierto y error, esta infinita combinatoria para solucionar situaciones alambicadas lo que define la esencia del videojuego. Todo videojuego presenta un problema a resolver y es por tanto un desafío planteado, y al jugador se le otorgan las herramientas necesarias para su solución, las cuales debe saber combinar con atención, habilidad, inteligencia y mucha pero muchísima paciencia. Y es importante recalcar que a diferencia de lo que muchos puedan pensar, los videojuegos exigen compromiso activo, y jamás pasividad. Hasta el más primitivo Pacman requiere, además de las obvias destrezas manuales y reflejas; cautela, vigilancia, pensamiento estratégico y economía.
Un usuario frecuente de videojuegos es, ante todo, un analista; un individuo acostumbrado a separar las diversas partes que componen un todo. En este sentido, los videojuegos ejercitan una forma de pensamiento múltiple ya que obligan al análisis de diversos elementos que se rigen según reglas propias y que confluyen en la complejidad total, y con esto se promueve la habilidad para lidiar con problemas simultáneos.
Lo cual no debe confundirse con la multitarea; los neurólogos advierten que una de las limitaciones básicas del cerebro humano es la incapacidad de concentrarse en dos cosas al mismo tiempo. Lo que sucede con los videojuegos es que exigen atención ante varios estímulos simultáneos, y de ahí a que los usuarios frecuentes normalmente puedan estudiar mientras escuchan música, escriben en el chat o ven televisión, ya que están habituados a enfocar su atención en varias instancias inconexas, de forma alternativa y continua. Según John C. Beck y Mitchell Wade, autores del libro The kids are alright los “gamers” -así definen a la generación que ha crecido en contacto frecuente con los videojuegos- suelen tener también aptitudes especiales para generar mapas mentales, para la planificación administrativa y para resolver imprevistos.
Asimismo sostienen que, paradójicamente, los videojuegos suelen moldear caracteres sociables y proclives al trabajo en equipo. El videojuego como elemento socializador es una constante en los estudios recientes sobre el tema, señalándose la explosión de juegos en red y on line, pero también la imperiosa necesidad que le surge al jugador por intercambiar conocimientos con sus pares, o el uso frecuente del juego colectivo por turnos, en el que mientras uno interactúa el otro observa lo que ocurre en pantalla. Otro punto a resaltar de la investigación de Beck y Wade es el que da cuenta de que los “gamers” están acostumbrados a pensar un mundo n-dimensional, y que por tanto están habilitados para lidiar en un mundo real atestado de variables y difícil de aprehender con las formas de pensamiento lineal y secuencial de las generaciones precedentes.


El cliente tiene la razón. Tome un videojuego al azar e interactúe con él durante cinco minutos, intentando avanzar o llegar a la meta. En estos cinco minutos usted habrá creado un juego único e irrepetible; nunca se jugó a ese juego de la manera en que usted lo hizo, y deben de haber tantas posibles jugadas de cinco minutos como átomos en el universo. Su tiempo de reacción, su coordinación visomotriz, su subjetividad estarán determinando lo que aparece en pantalla. Como en cualquier programa, es el jugador quien define con su accionar el orden de las estructuras binarias que se suceden.
De esta manera, a pesar de que los límites de maniobra estén establecidos, el jugador tiene el mando, acaba por definir la situación presentada y su persistencia y sus diferentes capacidades establecerán posibles continuidades. Esto da la idea de que, a la larga, el que tiene el poder es el usuario. “Darse vuelta” un juego, es, en esencia, haber logrado un dominio tal que quede en evidencia la superioridad del jugador sobre la máquina; es haber descubierto esa lógica oculta que esconde la superficie del juego, y asimismo, un acto que eleva la autoestima y colma de orgullo al jugador. Acaba por ser la prueba de que es capaz de lograr lo que se propone.
Al enfrentarse a un nuevo videojuego, uno debe saber adaptarse a los mandos, que varían de juego en juego. La tecla “shift” de una PC puede ser un control para saltar en un juego, desplegar misiles en otro, dar una patada rastrera, activar un escudo, cambiar de personaje, cancelar una orden. Para el usuario de videojuegos el adaptarse a nuevas reglas es entonces una constante, y son mundos completamente diferentes los juegos de estrategia en tiempo real, los simuladores, los juegos de deportes, los arcades en primera persona, los RPG (Role Playing Game) o las aventuras gráficas. Es esta habilidad para entrar y salir permanentemente de universos coherentes y regidos por reglas propias lo que caracteriza a los jugadores frecuentes.
La generación de videojugadores no suele usar manuales, ya que mediante la intuición, el acierto y el error aprenden directamente desde la práctica. El procedimiento aprender A para asimilar B, luego C y luego D, es sustituido por un ir directo a D y de allí deducir A, B y C. Este es el aprendizaje propio del autodidacta, que opta por escapar a los procedimientos oficiales y formarse de la manera que considera mejor, su manera, lejos de cualquier autoridad y guiados por la experimentación permanente. De aquí se podría desprender un carácter “emancipador” del videojuego, ya que habilita al usuario a darse cuenta de su poder intrínseco para aprender lo que sea que despierte su interés.
De más está decir que los videojuegos también constituyen una forma de iniciación a la informática. Suelen abundar en menús de opciones similares a los de los programas de computación, donde se pueden cambiar y calibrar los comandos, elegir características de juego, definir variables como brillo, sonido, música, color o velocidad, y por esto también ofrecen interfases semejantes a las de cualquier aparato digital. Si en los programas de computación una misma acción se puede ejecutar de diferentes maneras y por distintas vías, lo mismo ocurre en muchos juegos, por lo que, al encontrarse con un camino cerrado, el usuario estaría acostumbrado a probar sendas paralelas.


Videojuegos y violencia. Desde su gesta, los videojuegos han generado toda clase de reacciones adversas y estudios apocalípticos en donde se establecen relaciones causales entre su uso frecuente y actividades antisociales y delictivas. Existen infinidades de estos estudios, así como de su contrapartida, los que aseguran que los videojuegos son absolutamente inocuos. Los primeros se aferran a la “teoría de la estimulación”, argumentando que las escenas de violencia promueven comportamientos violentos, y los otros parecen inclinarse más a la “teoría de la catarsis”, la cual se remonta a Aristóteles, y por la que se considera que el estar en contacto con espectáculos violentos lleva a una disipación de estos impulsos.
La teoría de la catarsis calza especialmente bien en su aplicación a los videojuegos violentos porque el mismo jugador está liberando en el acto ciertas tensiones acumuladas. Al ser el individuo el que indirectamente ejecuta el acto de violencia, la acción catártica estaría correspondida con una consistente descarga de energías. Pero por supuesto que esto es especulación y tanto la teoría de la catarsis como la de la estimulación son muy difíciles o imposibles de comprobar. Son muchos los factores que influyen en la delimitación de caracteres “violentos” y por tanto, los videojuegos con altos grados de violencia merecerían, cuando menos, el beneficio de la duda.
Esto no quiere decir que algunos videojuegos deban quedar exentos de crítica. Sería ingenuo negar que muchos de ellos reproducen valores más que cuestionables. Aquí lo básico sería separar al medio del mensaje, y los ataques indiferenciados a los “videojuegos” sin más, no deberían siquiera ser considerados.
Como señala el especialista en neurobiología Steven Johnson en entrevista con el diario argentino La nación , “curiosamente, en la crítica a la TV, los videojuegos, Internet o el cine de audiencia masiva, la extrema derecha y la extrema izquierda están de acuerdo, aunque por distintas razones. Mientras la izquierda sólo ve en ellos lo aberrantemente comercial, la derecha sólo ve su contenido sexual.”
No es de extrañarse, además, que muchos padres ajenos al mundo del videojuego sientan una amenaza real al ver a sus hijos hipnotizados y abstraídos con sus mandos frente a los rayos catódicos. Es un miedo similar al que surge con cada novedad que entusiasma y capta la atención de niños y adolescentes, como pudieron haber sido en su momento los comics, las novelas de folletín, la llegada de la televisión a los hogares. Al día de hoy éxitos televisivos de cosecha masiva como Pokémon o Yu-gi-oh, o incluso la saga literaria de Harry Potter, que han logrado forjar fanatismos incomprensibles para algunos padres, también han sido blancos de reacciones adversas y desmedidas, alarmismos y poses apocalípticas.


Arte y videojuegos. Ya va siendo hora de que se comiencen a ver y a analizar los videojuegos con la altura y el respeto que merecen. Los videojuegos también son un campo de expresión artística, a pesar de que muchos estén empecinados en no verlo. Clásicos geniales como Arkanoid, Tetris o Pacman ya han trascendido toda posible moda pasajera, y otros más “modernos” como, Monkey Island 1 y 2, Street fighter 2, Half life, Starcraft, Call of duty, Heroes of might and magic, Plants vs zombies o Zuma, por nombrar sólo algunos, a años de su invención siguen siendo revisitados y continúan provocando espontáneas adhesiones, y por tanto deberían ser considerados como las obras maestras que son.
Como cualquier obra artística, los videojuegos presentan características que se prestan para el análisis y la valoración estética, y tales pueden ser el guión, el trazado de personajes, la dirección de arte, el diseño iconográfico, la banda sonora, los aspectos técnicos o hasta la concepción ideológica; además de las variables que influyen más en la jugabilidad como pueden ser: ritmo, dificultad, o tiempo estimado de juego.
Quién sabe. En unos años, cuando los videojuegos alcancen una mayor aceptación por parte de las elites intelectuales y vayan quedando más libres de los estigmas propios de la cultura pop, quizá entonces pasen a tener un estatus tal que sus críticas y análisis dejen de ser comentarios aislados en alguna columna y alcancen a tener su lugar fijo en semanarios y otros medios de prensa con artículos extensos, a la par de obras literarias, teatrales o de cine.

Publicado originalmente en Brecha

domingo, 10 de julio de 2011

Eamon (Margaret Corkery, 2009)

El infierno doméstico

Siguiendo en la línea de cine de autor sobre familias disfuncionales (La volubilidad de los afectos, Snap) y negligencia paternal (Por tu culpa, Go get some Rosemary) que con muy buen criterio programó recientemente Cinemateca Uruguaya, esta película ofrece un cuadro cotidiano y un atípico triángulo amoroso compuesto por una pareja joven y su hijo de siete años. Aquí no es el padre quien duerme en la cama junto a la madre sino el hijo, y el progenitor es relegado a dormir en el sofá; de hecho, la estructura de poder es reconocible aunque difícil de ver en el cine, ya que el padre es continuamente desacreditado por la madre y parecería como esclavizado, expectante de los circunstanciales requerimientos sexuales de parte de ella. Por momentos, quien parecería imponerle órdenes es su mismo hijo: “yo duermo con mamá, vos dormís en el cuarto chico”. Pero hay otros elementos que acentúan el conflicto: alcohol, inmensas muestras de egoísmo por parte de los padres, dificultades de relacionamiento con otras personas, tendencias a la promiscuidad no disimuladas. Para colmo, el niño tiene problemas de hiperactividad que se agudizan con el consumo de azúcar y lo convierten en una criatura difícilmente tolerable.
Gradualmente, mediante indicios y con mucho acierto, la directora-guionista irlandesa Margaret Corkery va esbozando éstas y otras características que permiten hacerse cierta idea de la psicología de los personajes y de los mecanismos internos por los que el curioso núcleo familiar se perpetúa. El tono es sarcástico, una mirada más distante y burlona que empática, pero que deja asomar características humanas muy reconocibles e incluso inesperados y pequeños indicios de armonía, como para demostrar que no todo es intolerable en la relación –una escena en que el hijo pone un tema marchoso y sus resaqueados padres se ponen a bailar junto a él es bella, inesperada y excepcional-. Un cangrejo que perdido en una playa vuelve al balde donde fue torturado funciona como posible metáfora de la infancia y la incapacidad de escapar a otro ámbito que no sea la familia que a uno le tocó en gracia. El niño más tarde insulta al cangrejo muerto (“¡pudríte, malcriado!”) reproduciendo vicios paternales por el cual se lo incluye o excluye arbitrariamente y se lo convierte en un depositario de culpas.
Una banda sonora tenue, mínima y eventual es otro de los puntos fuertes, y juega alternativamente dándole a la película aires de comedia y de thriller. Es verdad, quizá Eamon no sea una maravilla ni figure entre las mejores películas del año -de hecho funcionaría mejor si tuviera elementos de tensión más poderosos- pero es una rica exploración de comportamientos y del lado siniestro de muchas personas, y de esas películas bien filmadas e inteligentemente concebidas que a uno lo dejan satisfecho y con una sonrisa estampada.


Publicado en Brecha el 8/7/2011

viernes, 8 de julio de 2011

Adiós al "denmen"

En fin, me ganaron. Desde que arranqué con este blog recibí un centenar de comentarios de conocidos que, de muy buena manera, me señalaron que "denme" se escribe así, sin "n" final, y que el nombre de mi blog estaba mal escrito. Un centenar de veces les contesté que la "n" era una opción deliberada, que en este país todo el mundo dice "denmen" en lugar del correcto "denme" y que además es obvio que no soy tan bruto como para pensar que la palabra se escribe realmente así; para más inri, les dije que eso se podía corroborar porque en la dirección original dice "denmeceluloide.blogspot.com". El punto es que esa rebeldía casi-infantil, ese primigenio dislate ortográfico me viene costando unas cuantas reprimendas, y alguien un poquito más inteligente también me comentó que algún lector podría dejar de leer el contenido de mi blog sólo por ver ese título mal escrito. Y quizá tenga razón.
Pensé en cambiar el nombre del blog por otro nuevo, pero no, me gusta mucho el denmen (o denme, que hay que adaptarse) celuloide; refiere a una necesidad desesperada, y qué otra cosa que gente desesperada somos, ¡ay! nosotros los cinéfilos. Vivimos ansiosos por verlo y conocerlo todo, corremos carreras contra el tiempo, nos perdemos en parajes inútiles e inhóspitos, nos atracamos en nuestra desesperación por entender, y por salvarnos.
En fin, desvarío y me voy por las ramas pero bueno, lo del título; se acabó el "denmen". Maduramos un mínimo, y nos ponemos un poquito (ni tanto, no se preocupen) más formales.