viernes, 30 de abril de 2010

Shutter island (Martin Scorsese, 2010)

Los oscuros rincones de la mente


En un comienzo todo parecería indicar que nos encontramos ante un thriller psicológico, con énfasis en la investigación detectivesca y un curioso enigma de habitación cerrada: el caso de una asesina serial que escapó de la abarrotada celda de un manicomio, sin que nadie haya reparado en su fuga. Así es que el detective interpretado por Leonardo Di Caprio ingresa junto a un colega (Mark Ruffalo) a la isla del título, que en definitiva no es más que una institución convenientemente aislada de reclusión para criminales psiquiátricos. Shutter significa persiana, por lo que se trataría de una isla oculta, tapada, en la cual se esconden secretos incómodos. Di Caprio extraerá la rápida conclusión de que los interrogados no le son sinceros, y cuando la noche se cierra y se desata una terrible tormenta, es precisamente cuando la lúgubre isla comienza a cerrarse sobre él (shut es también cerrar) y se da paso, paulatinamente, a un inhóspito terreno de horror psicológico y moral.
Lo que acontece en el psiquiátrico dispara dolorosos recuerdos en el protagonista, especialmente vivencias ocurridas al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando formaba parte de los soldados que liberaron el campo de concentración de Dachau. Vívidos flashbacks integrados notablemente a la narración revelan los traumas del protagonista, y las razones por las que su incursión en la isla es también una misión personal.
Es de importancia crucial la “guerra” interna entre psiquiatras que se vive en el manicomio. Por una parte los defensores de métodos agresivos para tratar a los convictos (encadenamientos, lobotomías, terapias de choque) y por el otro los partidarios del trato humanista. No es menor que Di Caprio deje escapar su desaprobación primaria hacia la atención psicoanalítica y el buen trato con los criminales, como inercia quizá de un sentir popular y un revanchismo visceral e irreflexivo. La clase de posiciones imperantes que facilitan la existencia de ciertas prácticas deleznables.
La película se ubica en el contexto de la Guerra fría, en el año 1954. En ese entonces se encontraba en plena operatividad el programa MK Ultra, por el cual la CIA experimentaba con seres humanos utilizando radiación, drogas, hipnosis y electroshocks, con el objetivo de mejorar las capacidades para obtener información y desarrollar métodos de tortura e interrogatorios. A poco tiempo de la apertura de los campos de concentración, Estados Unidos ya estaba perpetrando atrocidades similares a las de sus vencidos enemigos.

No es extraño que Scorsese, uno de los más lúcidos exploradores de la violencia, establezca un paralelismo entre las aberraciones de alemanes y norteamericanos, sugiriendo que el problema no está en las nacionalidades ni en ningún “eje del mal” sino, como dice un personaje, “en la mente humana”. El pesimismo del director nunca fue tan impiadoso ni fue desplegado con tanto poderío en la pantalla. Es probable que, por las repetidas y dolorosas descargas impartidas sobre la audiencia, Shutter island tenga tantos defensores como sufridos detractores, pero conviene advertir que la película no es gráfica, sino que genera tensión mediante sugerencias sutiles, pistas falsas, y una batería de recursos orquestados con impecable precisión. Pocos cineastas además de Scorsese podrían haber pergeñado un clima de paranoia similar; la fotografía de Robert Richardson (JFK, Casino, Kill Bill), el diseño de producción de Dante Ferreti (Ginger y Fred, Gangs of New York, Sweeney Todd) y una minuciosa selección musical de temas preexistentes propician un clima sinuoso, gótico y expresionista que potencia la constante sensación de incertidumbre. Una escena con Di Caprio encendiendo fósforos para iluminar una celda de máxima seguridad en la más absoluta oscuridad integra realidad y fantasía como pocas veces se ha visto, generando un desconcierto mayor, en un brillante registro que recuerda algunos momentos de Ugetsu monogatari de Kenji Mizoguchi.
El elenco es otro punto fuerte. Di Caprio logra un personaje con tantos dobleces y cambios de registro como podría ser imaginable, Ruffalo y Ben Kingsley son alternativamente cálidos y amenazantes y no se sabe bien qué esperar de ellos, Emily Mortimer y Michelle Williams son dos desequilibradas inolvidables y Max von Sydow encarna un personaje totalmente siniestro. También desbordan talento breves apariciones de Patricia Clarkson y Jackie Earle Haley.
Shutter island puede ser dura, oscurísima y desasosegante, pero nadie podrá negar que se trata de una de las experiencias cinematográficas más ágiles, intensas y brillantemente concebidas de los últimos años.

Publicado en Brecha 30/4/2010

jueves, 22 de abril de 2010

100 años de Akira Kurosawa

Bondad y perfección

En febrero de este año Akira Kurosawa habría cumplido 100 años. Comprometido, ecléctico e innovador, inquieto y perfeccionista hasta la exasperación, dejó a la cinefilia un imponente legado que vuelve incuestionable la afirmación de que fue uno de los más grandes cineastas del Siglo XX.

Hoy el cine de Akira Kurosawa no es demasiado accesible. Pero no por una cuestión de disponibilidad -por el contrario, gracias a internet es fácil dar con su obra casi íntegra- sino porque buena parte de sus películas son largas y escapan demasiado a la duración media de los filmes occidentales actuales. La tendencia general es que el público se viene habituando sobremanera a los noventa minutos estándar, y si una película además de exceder ese metraje tiene ritmos algo reposados, la paciencia tiende a agotarse. Pero hay un detalle que es necesario conocer. Varias películas de Kurosawa (Los siete samurais, Barbarroja y otras) fueron concebidas y pensadas para ser proyectadas con una pausa intermedia. Diez minutos para ir al baño, tomar algo, estirar un poco las piernas. Estos intermedios han dejado de utilizarse en las salas de cine y asimismo la gente ha perdido la buena costumbre de ver una película en dos partes. El recurso ofrece inmensos beneficios, a las películas y al espectador.
Por esto, sería bueno comenzar este artículo con una sugerencia: al asomarse a un filme de Kurosawa, considérese hacer un respiro intermedio. El cielo y el infierno, Los siete samurais, Barbarroja, Kagemusha o Ran son obras maravillosas, pero asimismo podrían volverse algo pesadas o extenuantes si se vieran de un tirón y sin pausas.

Eclecticismo y géneros.

A lo largo de 49 años, Kurosawa dirigió 31 películas. El cambio genérico constante, su inquieta voluntad para la experimentación audiovisual y la diversidad, y la riqueza de su obra lo vuelven un autor difícil de abarcar y analizar. Era capaz de filmar un drama social de época (Los bajos fondos) y al año siguiente una entretenidísima película de aventuras (La fortaleza escondida), podía sumergirse en el más lúgubre cine negro (Los canallas duermen bien), lograr una imponente obra coral (Dodes ka-den) o películas autorales personalísimas como Los sueños, Rapsodia en agosto, o Madadayo. Su género por excelencia sería el shakai-mono -los japoneses tienen la costumbre de inventar géneros y subgéneros para casi todo- o sea, las películas que plantean problemáticas sociales. En sus filmes siempre está presente la injusticia y el desamparo, y se exponen frecuentemente dos clases sociales cerradas y contrapuestas, estancadas e inmóviles. Sólo los protagonistas tienen, por razones excepcionales, la posibilidad de desplazarse libremente de una a otra. Son estratos directamente relacionados con lo alto y lo bajo, con el cielo y el infierno.
Aunque nunca se consideró comunista, cuando joven Kurosawa se alió a la Liga de Artistas Proletarios, participó en un periódico radial y estuvo por ser detenido varias veces. Aunque no le convencían las teorías marxistas, su insatisfacción con la sociedad japonesa siempre fue constante, transformándose en un comprometido observador de las costumbres y las desigualdades sociales, inquietudes que fueron notablemente expuestas en sus películas.

Otro de los géneros más transitados por Kurosawa fue el jidai-geki, aquel que sitúa la acción en el período Edo (1600-1867) y que aborda temas de la Edad Media japonesa. Más particularmente se centró, con una altura sin precedentes, en el chambara, subgénero popular de aventuras protagonizadas por samurais y con clímax de enfrentamientos armados. Aquí se encuentran varias de sus mejores obras, buena parte de las cuales desplegaban una violencia sin precedentes: Rashomon, Los siete samurais, Trono de sangre, La fortaleza escondida, Yojimbo, Sanjuro, Kagemusha y Ran. Quizá el mayor de sus aportes al subgénero haya sido el evitar todo tipo de heroísmo, y es una característica que se mantuvo a lo largo de su obra. Le interesaban especialmente las historias donde un personaje se aboca a una misión por cambiar algún aspecto de la realidad, pero especialmente aquellas en las que su acción se da en forma anónima, casi inadvertida. El final de Los siete samurais es elocuente en este sentido, ya que los campesinos salvados, si bien se muestran agradecidos con los samurais, no tienen tiempo para ellos; deben dedicarse a la cosecha y a continuar con su vida. Los samurais que quedan vivos no obtienen gloria alguna, ni mujeres, ni poder, ni riquezas, tan sólo deben conformarse con seguir su camino. El protagonista de Vivir es un caso extremo de antiheroísmo, ya que es un ser al que en la vida ordinaria nadie prestaría atención: tan sólo un viejo e inoperante burócrata de una oficina estatal, que se entera que tiene cáncer y que se está muriendo. Así es que cae en la cuenta que no hizo nada útil en toda su existencia. Vivir es la emotiva y radical lucha de un hombre contra la negligencia, y asimismo una de esas pocas películas que tienen la capacidad de cambiarle la vida a las personas.
La conciencia y el sentido de la responsabilidad individual son entonces las principales constantes en la obra de Kurosawa. Un planteo subyacente en todas y cada una de sus películas. Creía que la bondad generaba más bondad, y que la voluntad contra la adversidad “es remedio no sólo para la tuberculosis sino también para casi todos los problemas humanos”. La entrega a una causa de beneficio común era para él la actitud más noble que podía tener un hombre. En alguna película esta creencia se verbalizó en demasía, y una de las críticas más duras (y acertadas) que obtuvo fue por haber mostrado quizá en exceso ciertas intenciones didácticas y aleccionadoras, especialmente en algún fragmento de Los sueños y de Madadayo.
Desde sus inicios, Kurosawa evitó los estereotipos como a la peste. Si bien es cierto que alguna vez creó personajes planos y sin mayor densidad emocional, éstos fueron caracteres secundarios, sin demasiado peso en la anécdota principal. Sus protagonistas son, ante todo, seres humanos, y como tales están llenos tanto de deficiencias como de virtudes. Así supo crear personajes con dobleces curiosos, que escapan de los perfiles esperables. Un abogado ruinoso (Takashi Shimura en Escándalo), dos campesinos miserables y mezquinos (Minoru Chiaki y Kamatari Fujiwara en La fortaleza escondida), un médico alcohólico y un yakuza desamparado (Shimura y Toshiro Mifune en El ángel ebrio), un empresario considerado y escrupuloso (Mifune en El cielo y el infierno), un patriarca quebrado y aterrorizado (Mifune en Crónica de un ser vivo), un desaliñado y apático samurai (otra vez Mifune en Yojimbo y Sanjuro), y un cazador iletrado pero de vasta sabiduría (Maxime Munzuk en Derzu Usala), son algunos de sus atípicos e inolvidables personajes.

Técnica. De todas las facetas de la concepción cinematográfica, Kurosawa ponderaba principalmente al guión, y lo consideraba como el cimiento de una película. Al respecto sostenía: “Si tienes un guión de primera y se lo das a un director de tercera, podrás sacar de él una buena película. Si tienes un guión de tercera y un director de primera, conseguirás un desastre”. Además de los guiones para películas propias, escribió 25 para películas ajenas, a menudo en colaboración con otros. Consideraba que la mejor forma de enriquecer a un personaje era discutiendo sus aspectos con una o dos personas más, y así poder confrontar puntos de vista sobre el mismo objeto. Pero el propio equipo de Kurosawa consideraba que más que un gran guionista, él era el mejor montador del mundo. Procuraba eliminar todo lo que no estuviera al servicio de la historia, y decía que había que tener la valentía de sacrificar escenas bellas o bien logradas si no eran coherentes con el resto. Fue original en su método de montar el mismo día de los rodajes; luego de un día de filmación se pasaba unas tres horas en la sala de edición compaginando el material obtenido, y así poder entusiasmar a su equipo con las escenas logradas. Terminada la filmación, tan sólo tenía que hacer algunos ajustes, porque la película ya estaba prácticamente montada.
Otro rasgo peculiar de su estilo de filmación fue que antes de rodar, exigía a los actores muchos, pero muchos ensayos. Pedía a su equipo actoral que convivieran mucho tiempo juntos en el set, que almorzaran juntos y se llamaran por los nombres de sus personajes, con el objetivo de que entraran en sintonía y las actuaciones fueran tan naturales como fuese posible. Kurosawa buscaba interpretaciones instintivas, y no daba detalles en cuanto a movimientos o gestos. Apuntaba a reacciones sinceras, a la verídica expresión de sentimientos. Cuando la concepción del guión de Los siete samurais Kurosawa creó primero seis de los samurais, y todos le resultaron muy serios, por lo que, junto a los otros guionistas, llegó a la conclusión de que el séptimo no debía serlo. Se dirigió a Toshiro Mifune y le dijo: “Este es tu papel, puedes hacer lo que quieras con el personaje”.
Kurosawa nunca se propuso encandilar al público con virtuosismos técnicos, y sus recursos eran utilizados sólo si servían a la historia. Es frecuente ver en su cine escenas con planos larguísimos y con muchos personajes dentro del cuadro (por ejemplo, en El cielo y el infierno se ven fragmentos con decenas de policías abocados conjuntamente en la investigación; hay escenas con nutridos cuadros de miseria en Los bajos fondos; una concurrida fiesta en Madadayo), y lo curioso es que seguramente durante un primer visionado no nos demos cuenta de lo largo de las tomas ni de lo brillantemente concebidas que están, tal era la destreza del director para involucrar al espectador en la acción.

Otro aspecto curioso fue su innovador método de filmar con tres cámaras simultáneamente, que comenzó a implementar a partir de Los siete samurais. Decía que le era útil para tener registrada una escena desde distintos ángulos y poder elegir los fragmentos convenientes, y hacer montajes “invisibles” con mayor facilidad cuando los personajes entraban en movimiento. Además, cuando un actor no sabía cuál era la cámara que lo estaba filmando, no predisponía su cuerpo para ser captado y así se lograba una interpretación más natural.
Sobre el puntillismo de Kurosawa podría escribirse muy largo. Fue un obseso del detalle solamente comparable con patológicos como Kubrick, Bresson, Bergman, Murnau o Mizoguchi (aunque algunas personas que trabajaron con los dos directores japoneses afirmaron que Mizoguchi era el peor de los dos).Esa minuciosidad puede ejemplificarse en el brillante trabajo de continuidad de Los siete samurais: al comienzo de la película el personaje interpretado por Shimura se afeita la cabeza, y conforme transcurre la historia se muestra sutilmente que el pelo del personaje va creciendo. En Rashomon tiñó el agua con tinta negra para dar un efecto de lluvia intensa, y utilizó todo el suministro de agua de la zona para generar una tormenta. Una casa construída en un set debía ser como una casa real, para que los actores pudieran entrar fácilmente en sintonía; durante el rodaje de Barbarroja, la clínica donde ocurría buena parte de la acción debía tener un aspecto auténtico y viejo, desde las tejas de un siglo de antigüedad que mandó conseguir hasta las sábanas, que fueron usadas y gastadas adrede durante seis meses antes del rodaje. Para la filmación de Ran mandó construir un castillo en las laderas del Monte Fuji que costó aproximadamente 1,6 millones de dólares y finalmente tenía que ser quemado hasta los cimientos, para una escena clímax. También le pidió a un diseñador de trajes que usara técnicas del Siglo XVI para tejer y teñir las telas, con un costo de otro millón de dólares. Mucho tiempo antes del rodaje de Rapsodia en agosto, ya le había dicho a los granjeros de los campos que circundaban la casa principal que plantaran tales y cuales hortalizas, sólo para darse cuenta finalmente que estas no se veían porque quedaban tapadas por las hojas…
Aunque esta obsesión por el detalle pueda parecer exagerada y en algunos casos hasta innecesaria fue sin dudas un punto fuerte que aportó a sus obras una perfección formal y una lógica interna inquebrantable. El trabajo de hormiga y la impecable construcción detallista es la que aporta a sus películas una belleza y una redondez únicas, y deja la sensación de que cada segundo de metraje es una composición insustituíble, concebida por un hombre que, como nadie, amaba a su trabajo más que a ninguna otra cosa en el mundo.

Autoritarismo

Si bien la mayoría de sus allegados lo describen como un hombre amable, atento y risueño, también es cierto que durante los rodajes Kurosawa tenía auténticos arranques de ira, y que su detallismo obcecado también podía convertirlo en un déspota. En Japón muchos periodistas lo llamaban “El emperador”, por su estilo autoritario. Tenía incluso la mala costumbre de ensañarse especialmente con un actor en cada rodaje, algo así como un chivo expiatorio que ligaba buena parte de sus subidas de tono. Al respecto decía “Estoy seguro que a mi equipo no le gusta que le dé órdenes. No pretendo ser mezquino con todo el mundo. No estoy enfadado con nadie. Pero es como si estuviera obedeciendo a algo o a alguien. Es como oír una voz de los cielos. Supongo que todos nosotros estamos poseídos por algo”.
Al parecer, durante el rodaje de Los siete samurais, esta característica surgió como nunca, Toshiro Mifune recuerda: “En el plató, aquello era una guerra. Rodaba con una expresión feroz en el rostro. No dejó de gritar durante todo el tiempo”. Cuando debía filmarse la batalla decisiva una nevada imprevista lo había tapado todo, y las tomas tenían que ser filmadas bajo la lluvia. El equipo y los actores tuvieron que trabajar juntos sacando la nieve y luego pisotear lo que quedaba para hacer barro. La lluvia artificial estaba helada y los actores llevaban muy poca ropa. Al finalizar el rodaje, muchos de ellos pasaron semanas en el hospital debido al congelamiento.
Condiciones similares de trabajo se repitieron en muchos rodajes de Kurosawa, e incluso al finalizar Dersu Uzala, él mismo tardó años en reponerse de los fríos extremos de Siberia. Durante el rodaje de Los canallas duermen bien algunas escenas debieron filmarse con actores bajo potentes focos. El actor Kamatari Fujiwara tenía que ir disimuladamente al baño repetidas veces, para vomitar por los mareos que le producían el calor de las luces.
Pero quizá el rodaje más difícil de la carrera de Kurosawa haya sido el de Tora! Tora! Tora!, que finalmente se canceló por una imposible convivencia del director con el equipo y con los productores de la Fox. Según los archivos de producción de la Fox, en determinado momento “Kurosawa se enfureció por el uso de una claqueta y se puso a golpear al hombre de la claqueta en la cabeza con un trozo de papel enrollado. El hombre se marchó. Luego se volvió al ayudante de dirección y le pegó con el papel. Tras esa acción, dijo al ayudante de dirección que golpease a todo el equipo en la cabeza. El ayudante se negó y, junto a otros dos ayudantes que se negaron (...) fueron expulsados”. El guionista Ryuzo Kikuyima, luego de la mala experiencia, dijo públicamente que Kurosawa era un neurótico y “una persona con la que es imposible trabajar”.

Mifune y Kurosawa

A pesar de haber filmado dieciséis películas juntos, la relación de Kurosawa y Mifune se fue tensando a mediados de los años sesenta. Mifune tenía intenciones de independizarse e incluso había formado una compañía de producción propia, por la que tenía sus negocios y gastos extra que cubrir. Trabajar junto a Kurosawa comenzaba a volverse inviable. La última película que filmaron juntos fue Barbarroja, y durante el rodaje el director le había prohibido afeitarse la larga barba natural que le había obligado a dejarse crecer. Esto impidió durante todo el período que Mifune pudiera rodar paralelamente otras cosas.
Además, trabajar para Kurosawa suponía una dedicación absoluta y un cansancio descomunal. La paga era poca, y en el tiempo que filmaba una película con Kurosawa podía hacer tres con otros directores, obteniendo mucho más dinero.
El orgullo del director se vio resentido al ver que Mifune aparecía en películas de poca monta y se negaba a aparecer en las suyas. Kurosawa no se adaptó a las nuevos problemas de Mifune, y este no consentía sus implacables exigencias.
De todos modos el respeto mutuo se mantuvo aún cuando sus caminos se separaron. Mifune afirmaba que nunca trabajó en mejores películas que las que hizo con Kurosawa, y el director escribió en su autobiografía que “Mifune tenía un talento como nunca había visto antes en el mundo del cine japonés”.

Adicción al trabajo

En el año 1971, luego del fracaso comercial de Dodes ka-den, Kurosawa no lograba encontrar un estudio interesado en que filmara una nueva película. Sus presupuestos eran demasiado grandes y ningún productor parecía dispuesto a asumir los riesgos necesarios. Con sesenta y un años, el cine era su vida, y no concebía la idea de rebajarse a filmar dramas televisivos.
La mañana del 22 de diciembre de 1971 Kurosawa fue a su cuarto de baño, tomó una navaja de afeitar y se cortó seis veces la garganta y ocho la muñeca. Una empleada doméstica lo oyó y lo descubrió a tiempo, poco antes de que muriera desangrado. Despertó a la mujer y a la hija y lo vendaron inmediatamente, llamaron a la ambulancia y fue trasladado al hospital. Los médicos dijeron que estaba grave, pero que seguramente se recuperaría.
En Japón no es algo extraño que un artista que se siente falto de creatividad o que se ve inhabilitado para trabajar se suicide. Tampoco está mal visto ni se siente como algo ilógico.
Muchos asumen que la causa haya sido el haber quedado sin trabajo y financiación. Sin embargo, cuando su sobrino Mike Inoue le preguntó por qué lo había hecho, Kurosawa le respondió: “Un hombre que se suicida siempre tiene una razón que llevarse a la tumba, así que no trates de descubrirla. No me hagas esa pregunta.”

Publicado en Brecha 23/4/2010

viernes, 16 de abril de 2010

El imaginario mundo del Dr. Parnassus (The Imaginarium of Dr. Parnassus, Terry Gilliam, 2009)

Delirio controlado


Por muchos esta película será recordada como la última interpretada por Heath Ledger, y la que vio su rodaje interrumpido por la súbita muerte del actor. Cuando el director Terry Gilliam recibió una llamada en la que le daban la mala noticia pensó súbitamente que su filme tendría que suspenderse. Pero un tiempo después se le ocurrió una idea genial: reconfigurar el personaje de Ledger de modo que cada vez que atrravesara un espejo y pasara a un mundo imaginario, también se transformara su rostro. En esas metamorfosis, el personaje de Ledger se convierte nada menos que en Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell sucesivamente, y lo sorprendente del asunto es que la idea fue totalmente acertada. En ningún momento se ve como algo forzado, los distintos intérpretes energizan el relato (las tres apariciones son grandiosos clímaxes) y aportan nuevos dobleces al personaje.
Gilliam es un director irregular, y uno sumamente desafortunado. Su película El barón de Munchausen fue un estrepitoso fracaso comercial; y su emprendimiento abortado, The man who killed Don Quixote tuvo uno de los rodajes más accidentados que puedan recordarse. Pero Gilliam es relevante ante todo por sus brillantes aciertos, que en particular son tres: Brazil, Doce monos y, en menor medida, Pánico y locura en Las Vegas. Hoy habría que sumar esta demencial El imaginario mundo del Dr. Parnassus.
Gilliam es reconocido por su imaginación desaforada, por un humor inteligente y absurdo y por su tendencia a los excesos. Estas tres características surcan de principio a fin su obra, pero las sobredosis a veces saturan, y en este sentido ha logrado películas casi insoportables como Los hermanos Grimm o Time bandits. En esta obra las verborragias y la saturación de elementos son, por fortuna, intercalados con amables momentos de distensión, de sinceramiento entre varios personajes, y sirven como vehículo para un mayor involucramiento.
El Dr. Parnassus -grandioso Christopher Plummer- es un líder de una compañía teatral, y algo así como un semidiós inmortal y alcohólico. Siempre lo sigue de cerca su archienemigo, el diablo, -impagable Tom Waits- haciéndole la vida imposible y tentándole con juegos y apuestas macabras. En consideración a un trato anterior, le ofrece una oportunidad para salvar a su propia hija: debe conseguir cinco almas antes que él. Para ello el Dr. Parnassus cuenta con la ayuda de los estrambóticos miembros de su compañía y, por supuesto, con Tony -Ledger tan brillante como siempre- un mercachifle amnésico que esconde un pasado dudoso. La película sitúa su fauna en las sucias calles londinenses y estas se alternan con fantásticos mundos surrealistas que adaptan sus dimensiones a los sueños de los personajes; el terreno no podría ser más atractivo.
Gilliam siempre tuvo un potencial indecible. Pero sus películas usualmente sufren de arritmia, y ésa suele ser su principal limitante. Un buen montaje es decisivo para volver sus descontrolados delirios en películas llevaderas y es algo que, afortunadamente, se ha cumplido en este caso.

Publicado en Brecha 16/4/2009

jueves, 8 de abril de 2010

JCVD (Mabrouk El Mechri, 2008)

Los forzudos también lloran

Hay que verlo para creerlo. Era inimaginable que Jean-Claude Van Damme, con 48 años fuera a protagonizar una película digna de ser vista, y que encima fuese una de las mejores concebidas últimamente. Y lo más increíble es el rol que interpreta, ya que es de los papeles más expositivos, compremetedores y rabiosamente sinceros que se hayan podido ver en mucho tiempo. Van Damme es JCVD, lo que significa que interpreta un personaje inspirado en sí mismo. Pero como ha ocurrido con su nombre, su identidad se ha transformado en una sigla, una expresión mínima. Vemos un monigote patético, caído en desgracia, relegado a un submundo cinematográfico de producciones clase Z, agobiado por las deudas, dolido por la pérdida de la tenencia de su hija. Un despojo viviente que vuelve, destrozado, a su Bruselas natal, quince años después de haber sido una de las estrellas más representativas del cine de acción mainstream.
“¿Qué he hecho por este planeta? ¡Nada! ¡No he hecho nada!” dice Jean-Claude en determinado momento, mirando a cámara y deshecho en lágrimas, en una confesión sorprendente, increíblemente emotiva. El mismo actor que hizo de tipo duro decenas de veces, aquel soldado universal imbatible, ese superhombre al que le tocaba eliminar docenas de viciosos malparidos por película, carne y fibra al servicio del combate simulado. Aquí se lo ve quebrado, exponiendo su derrota como una prostituta desvencijada, como un niño desamparado, admitiendo que lo tuvo y lo perdió todo, rindiéndole cuentas a su adicción a las drogas y a su desmesurada ambición. Hay quienes hablan de una interpretación brillante. Con perdón, esto jamás podría ser una actuación, esto es real life.
La primer escena es fenomenal: vemos a Jean-Claude en medio de una película especialmente mala, derribando extras sin parar, desarrollando una escena de acción imposible, sin cortes y repleta de tiros, patadas y explosiones. Un plano secuencia que extenuaría al atleta mejor entrenado. Luego de que la toma fracasa, JCVD se dirige al mediocre director y le explica que tiene 48 años, y que le cuesta mucho seguirle el ritmo a una toma de esta magnitud. El director, presumiblemente hongkonés, responde indirectamente “Que él haya llevado a John Woo a Hollywood no significa que tenga que frotarme el pene con una lija”. Luego de un par de traspiés más, sin haber dormido en varios días, recorriendo casi por inercia las calles de Bruselas y soportando los comentarios de los transeúntes que lo reconocen, el protagonista va a una oficina de correos, y tiene la suerte de que allí está teniendo lugar un atraco con toma de rehenes incluida, del que pasa a formar parte involuntariamente. Aquí es que la película da un nuevo giro, confrontando una vez más ficción con realidad. JCVD se encuentra, por primera vez, con una situación que sólo había vivido en películas.
Plagada de sorpresas, giros y saltos temporales que llevan a buscar explicaciones al cuadro y a cuestionar los límites de lo real y lo simulado, transitando al mismo tiempo documental y ficción, comedia y drama, policial y acción; con un ritmo endiablado, desternillante de a ratos y muy seria y grave por otros, JCVD se da la mano con el cine de Guy Ritchie y de Tarantino, de Sydney Lumet y de Fellini, y plantea reflexiones en torno al espectáculo cinematográfico y su ligereza, sobre el individuo y su lugar en el mundo. El desconocido director francés Mabrouk El Mechri demuestra no tenerle miedo a la experimentación cinematográfica, logrando escenas sumamente originales que asimismo revelan un inmenso conocimiento del medio. Algunos detractores han señalado que la película pretende ser una exhibición de Van Damme como un verdadero actor, un vehículo para promocionarse a sí mismo. Y es posible que sí, que eso sea en parte –todas las películas promocionan indirectamente a alguien- lo que no quita que además sea un ejercicio catártico y una forma de redimirse, de que el hombre por fin haga una obra memorable, de que contribuya a forjar algo bueno, divertido, reflexivo y emocionante.

Publicado en Brecha 9/4/2009

Ajeno sólo en apariencia, vean este asombroso video: